Cuando visité con unas amigas el Cementerio de Fisterra de Cesar Portela, una de ellas (¡hola Rebe!), cuya profesión no está relacionada para nada con la arquitectura, dijo:
– Me gusta. Porque no parece que sea un cementerio.
Y entonces lo vi con otros ojos.
Con el párrafo anterior empecé otro post, y con él vuelvo a comenzar éste, en el que quiero hablar de una de mis obras preferidas. Sí, un cementerio. Pero uno diferente.
El cementerio de Fisterra no tiene muros. Tampoco tiene cruces ni flores.
La obra es tan mínima que está formada por apenas 14 cubos de granito que alojan los nichos y demás servicios del cementerio. Los cubos, que miran desafiantes a la Costa da Morte, se encuentran esparcidos en una empinada ladera a lo largo de un sendero.
Paradójicamente, la escasa dimensión del cementerio se vuelve infinita ya que su mágico emplazamiento hace que sus únicos límites sean el cielo y el mar.
Sin embargo, el cementerio de Fisterra, reconocido como una de las mejores obras funerarias de la arquitectura contemporánea, continúa vacio casi 20 años después de su construcción.
En parte por temas políticos (fue encargado por un partido que ya no está en el gobierno), en parte por temas burocráticos (no cuenta con los servicios, tiene problemas de accesibilidad) y en parte por no ser del gusto de la mayoría de la gente de la zona que prefieren un cementerio a la usanza, el camposanto nunca se ha puesto en uso.
A pesar de todo y aunque los muertos estén ausentes, el lugar desprende la melancolía propia de un cementerio ocupado.
Así que tal vez mi amiga tenía razón y el cementerio de Fisterra no es un cementerio.
Tal vez sea simplemente un lugar para el recuerdo.
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